CÍRCULO LITERARIO REVOLUCIÓN EXPRESIVA, PIONEROS DE LAS LETRAS
Estudiantes del Círculo Literario compartirán sus textos en el centro de noticias “Huellas del Futuro”
Por: Carlos Silva
Como parte de la Semana de la Lengua, celebrada por el Departamento de Estudios Hispánicos, la asociación estudiantil representativa del mismo, el Círculo Literario Revolución Expresiva, publicó varios escritos en la sección Huellas del Futuro. Estudiantes como la galardonada cuentista, Nicole Yordán y poetas como Ninna González Battistini, entre muchos más, compartieron sus escritos en el portal de la página de internet de la PUCPR. Esto con el fin de fomentar la literatura juvenil puertorriqueña e integrar la importante participación estudiantil en “Huellas del Futuro”. Se publicaron escritos de la autoría de los miembros de la asociación.
La asociación estudiantil puede ser contactada a través de clrevolucion.expresiva@gmail.com o llamando a su presidenta, Ninna González, al 787-543-0401.
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¿Qué somos? ¿Cómo somos?
Por: Francisco López, Sch. P.
Ante todo, considero que describir una cultura partiendo de preguntas como: ¿Qué somos? y ¿Cómo somos? no constituye una tarea sencilla, toda vez que en el término cultura están contenidas muchas características que a veces pueden escapar al análisis y descripción de la perteneciente a cada pueblo.
Pero he aquí el reto para mí de no solamente exaltar todos aquellos elementos que componen una cultura, sino también de describir el perfil del puertorriqueño y su cultura. En mi caso particular, como extranjero, me toca realizar esta tarea no como protagonista sino desde un ángulo diferente, pero sí comprometido: como espectador.
¿Qué somos?
Lo más correcto es pensar que el puertorriqueño está formado por la fusión, más o menos armónica, de lo que voy a llamar razas: la indígena (los taínos, primitivos habitantes de la Isla), la blanca o europea (los españoles, “descubridores” y colonizadores de la Isla) y la negra o africana (los esclavos, traídos para sustituir a los aborígenes en las tareas más rudas). Este crisol fue el que en su principio sentó las bases de lo que más tarde sería la nacionalidad puertorriqueña, o, más sencillamente, el puertorriqueño.
Con el tiempo, aparece, en mi opinión, un cuarto elemento, que si bien no llega a meterse en el tuétano de la personalidad de los puertorriqueños, también es cierto que influye en la manera de pensar y de vivir de la sociedad de la Isla. Me refiero a los norteamericanos, primero, los soldados, funcionarios, maestros, más tarde, los que vienen como inversionistas o a disfrutar de las bellezas de Puerto Rico y del cálido trato de los-de-aquí.
Somos, pues, en mayor o menor medida, un poco de cada uno de estos elementos. Pero no acabaría de completar esta fórmula si no añadiese un quinto elemento, es esta ocasión un mismo pero diferente puertorriqueño. Me explico. En mi poco tiempo de estadía en este pedazo de tierra fácil de querer, me he informado que en la década de 1940, debido a la precaria situación económica, muchos puertorriqueños se vieron forzados a emigrar a Estados Unidos con el propósito de trabajar y ganarse el sustento diario para ellos y sus familias. Es obvio que su vida en el continente tuvo que hacerlos cambiar en muchos aspectos. Llegaban a un lugar de diferente habla, hábitos y estilo de vida, clima a veces feroz. En una palabra: otra cultura. Seguramente muchos, muchísimos (si pienso en mi caso, que añoro a mi país), siguieron pensando y añorando a su Islita; otros, por la realidad diaria, tuvieron seguramente que adaptar nuevas costumbres a las que ya eran suyas.
Estos puertorriqueños, con el tiempo, y por la mejoría económica y la inclusión de Puerto Rico en nuevos planes de asistencia, regresaron a su Puerto Rico. Y regresaron con todo su bagaje adquirido durante su vida en Estados Unidos. Supongo, porque no he vivido esta particular experiencia, que también han tenido su parte en el papel de ser lo-que-somos.
Estoy convencido, de esto sí, que todas las diferentes formas de vida de las culturas que han confluido en esta tierra, han dado paso, en mayor o menor proporción, a lo que conocemos como el puertorriqueño de hoy.
¿Cómo somos?
No quiero hacer un juego de palabras, pero la tentación es muy grande y me cuesta no intentarlo: Somos lo que somos. Y, entonces, ¿qué somos? Pues, visto desde el ángulo de espectador (pero que se va comprometiendo poco a poco con el ser puertorriqueño), creo entender que el resultado ha sido el siguiente: estamos ante un ser típicamente sencillo (no conoce la arrogancia) y sensible (consigue congeniar con las mejores causas), receptivo (hace suyo los problemas de los demás) y gregario (gusto por compartir con sus semejantes) y otras cualidades más.
Pero (siempre hay un pero) el puertorriqueño de hoy me parece que tiene unos grandes y difíciles retos que enfrentar producidos por situaciones que se han creado, desarrollado y que amenazan con consolidarse si no se atienden más temprano que tarde. Es cierto, y preocupante, la alta incidencia de la criminalidad (el año pasado rompimos nuestro propio récord de crímenes violentos); el problema del alto índice de desempleo (problema mundial, pero es el nuestro el que debe preocuparnos) la aún no resuelta situación del estatus político ( que divide en mitades a la población) inciden en la vida diaria de los puertorriqueños (y también de los que han querido vivir y compartir con ellos) hasta el punto de afectar en mayor o menor grado su forma de ser, de pensar y de actuar.
Por último, hay un punto que quisiera destacar y es el siguiente: no tengo información que me lo confirme, pero he escuchado repetidas veces que hay más puertorriqueños que viven en Estados Unidos que en el mismo Puerto Rico. Eso no me parece saludable. Al principio, se podía alegar que los que emigraban lo hacían motivados por la situación económica y que carecían de la preparación académica o las destrezas necesarias para poder abrirse paso en una sociedad que aspiraba a ser moderna. Sin embargo, por la experiencia vivida en los años en que viví en Florida, puedo asegurar, de primera mano, que el puertorriqueño que ahora emigra a Estados Unidos nada tiene que envidiar al mejor profesional que pueda prepararse allí o en cualquier otra parte del mundo. Allá es famosa, por ejemplo, la calidad de los médicos graduados en Puerto Rico. Las regiones de Orlando y Tampa se están beneficiando de esta situación. Y, ¿quién se perjudica?: Puerto Rico. Lo mismo podríamos señalar que ocurre en lo referente a otros profesionales, como, por ejemplo, los maestros.
Tal vez no me corresponda a mí hacer esta recomendación, pero no puedo sustraerme a ella. Parte de mi formación como futuro sacerdote la estoy realizando en Puerto Rico. Toda mi preparación o formación como futuro maestro la estoy realizando en Puerto Rico. ¿Cómo, pues, puedo sustraerme a no sentir como piensan los de aquí? Esto me da la fuerza necesaria para pedir que busquemos la manera de salir de los principales problemas que nos aquejan, que afectan al ser puertorriqueño, lograr por todos los medios posibles un consenso nacional, fuera de partidismos, al menos, por el momento, y buscar los remedios y aplicarlos a la mayor brevedad posible. Por mi parte, cuenten con mi pequeña ayuda.
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Boquiatada
Por: Nicole Marie Yordán López
Cuando desperté al otro día, muriéndome de frío pero ardiendo en fiebre, sentí la lengua atada al paladar. Apenas podía murmurar entre dientes. Me llevé la mano derecha a la boca instintivamente, para ver si lograba rescatarme del asombro, pero en cambio, grité con la boca cerrada, al sentir tan sólo un lienzo en blanco donde la noche antes habían estado mis labios.
De un tirón afirmé sobre el suelo mis pies, aún envueltos con una sábana, y en tres saltos me ubiqué frente al espejo donde contemplé estupefacta mi rostro. Mi cabello seguía enraizado firmemente sobre el techo de mi cráneo; seguía siendo del mismo tono de rojo. Mis dos ojos estaban ubicados en el mismo lugar que antes, también mis orejas y mi nariz estaban en su respectivo lugar. Mis facciones, sin embargo, se habían deformado: mis ojos lucían más pequeños y secuestrados, mi nariz aparentaba haber duplicado su tamaño. Todo esto por el vacío sellado más arriba de mi mentón. Sentí mi pecho derrumbarse sobre sí mismo y entonces respiré profundo para reconstruirlo, mientras le daba vuelta al reloj y revivía cada minuto que había llevado a semejante despertar. Podía ubicar cada peca en la cara del culpable, pero nunca me preocupé por conocer su nombre.
A las ocho de la mañana de un viernes cualquiera encontré en el closet un traje de algodón verde olivo que había comprado hacía meses para alguna ocasión especial. Como pude haber predicho, efectivamente nunca llegó dicha ocasión, pero eso no debía se razón para echar a perder la bonita silueta del traje que tanto me había gustado. A las nueve, salí sin un rumbo precisado por la puerta de mi apartamento y bajé los 5 pisos de escaleras casi corriendo, solo para llegar abajo y preguntarme para qué tanto apuro. El día estaba nublado, pero nublado de nubes blancas y no grises, de modo que el cielo parecía una cama de motas de algodón. Recuerdo haber sonreído en ese instante, mirando ensimismada la inmensidad del cielo, cuando me interrumpió la voz de un niño pequeño.
“Señoritaaa” lo miré y sonreí de nuevo, al menos no me llamaba señora. “¿Me compra un chocolate?” me preguntó con los ojos bien abiertos, aprovechando cada onza de ternura que podía usar a su favor. “Está bien, Diego.” le contesté, luego de leer su nombre en el lado derecho de su camisa escolar. Había escuchado ese nombre a gritos repetidas veces acompañado en varias ocasiones por un “a dormir”, un “no jorobes” o un más elaborado “no puedo quitarte los ojos de encima ni por un segundo y ya haces un desastre más grave de lo que hacía el perro cuando dormía aquí”. Era el hijo de una joven que vivía en mi complejo de apartamentos. Ella no sería dos años mayor que yo. Saqué la cartera para pagarle y sólo entonces noté que no tenía billetes de uno. Vi a su madre esperando recostada contra una de las columnas del edificio, mientras golpeaba el piso con sus zapatos de plomo insistentemente. “Dame tres y quédate con el cambio” le dije, al ponerle un billete de cinco en las manos. No sé ni porqué no le pedí cinco, pero tres me parecía más apropiado. El niño hizo el trueque conmigo y corrió con una sonrisa enorme hasta donde lo esperaba su madre impaciente. Yo seguí mi camino no planificado.
Caminé hasta la plaza del pueblo y un vagabundo se acercó a mí para pedirme algún menudo suelto. No tenía nada más, así que le di un chocolate. Casi esperaba que lo rechazara, cuando el hombre me sonrió y me dio las gracias. “Dios te bendiga.” me dijo. Nadie me había dado unas gracias tan sinceras como aquellas. Sentí que tal vez debí haberle invitado a comer y pagar con la tarjeta de crédito. Me senté al borde de la fuente y observé cómo se alejaba, hasta sentarse en el suelo con su pared a un banco de mármol viejo y gastado. Abrió la barra de chocolate y la partió por la mitad, haciéndole señas a un perro cojo y tuerto para que se acercara. Me quedé sin aire por un instante. Vi el perro tragarse la mitad del chocolate y lamberle con apego los dedos de las manos. Me dolió en el alma. Siempre había escuchado que el chocolate mata a los perros y ahora que éste acurrucaba su cabeza en la falda del hombre, sólo podía imaginármelo muriendo lentamente.
“Tal vez él lo sabe.” Miré extrañada al hombre que susurraba esas palabras al lado mío y cerré disimuladamente la libreta que acababa de abrir. “¿Qué?” “Que tal vez él sabe que el chocolate lo va a matar; tal vez lo hizo a propósito.” Deposité mi mirada nuevamente sobre el mendigo y rondé su rostro triste mientras acariciaba el lomo de su compañero cuadrúpedo. “Tal vez no quiere que sufra” pensé, sin darme cuenta, en voz alta. El recién llegado entonces se sentó a mi lado sin que yo lo invitase y comenzó a entrevistarme. Pensé pararme y correr, pensé inventarme una historia sobre un compromiso que me esperaba o una cita ficticia que llegaría a buscarme en cualquier momento. No vacilé sin embargo en contestar nada y conversamos largas horas sobre todo lo que no importaba y sobre algunas cosas que sí. Sus ojos parecían grises, pero reflejaban una mezcla del verde olivo de mi traje y el color de las hojas nuevas del árbol que nos resguardaba del sol. Se le marcaban las ojeras levemente alrededor de los ojos, como le pasa a quienes se amanecen leyendo y además tenía pequeños surcos al borde de los mismos como tatuaje permanente de que había reído y sufrido a su (me parecía) corta edad.
“Déjeme ver lo que escribía antes de que yo llegase, se veía ensimismada en ello.” Enterré la mirada en el suelo pues no estaba segura de querer enseñarle mi libreta a un cuasi-desconocido, especialmente a uno tan descarado de pedirlo así porque así. “La verdad es que no me dio tiempo de escribir nada.” “Oh, bueno” dijo con un tono de desilusión “¿que tal si me lees cualquier cosa entonces? Tú eliges qué.” Reconsideré por un momento mi resolución de no leerle nada y maldita sea la hora que decidí dejar algo en manos del destino. Abrí la libreta en una página cualquiera ese viernes cualquiera a una hora cualquiera y leí la estrofa cualquiera sobre la cual mi mirada se detuvo: “Tal vez quiero que metaforices silencios, / alargando pausas, / inhalando ausencias de estrofas / demasiado repensadas, / sustituyéndolas todas / por palabras que pasen de boca en boca / mordisqueando el aliento / que intercambian dos almas.”
Los últimos dos versos se quedaron colgando en el aire mientras yo sentí que había cometido un error en confiar tanto en el azar. Con un sutil movimiento, me robó un beso al instante y entonces me miró anonadado, con los ojos bien abiertos como el niño en la mañana y me pidió disculpas. En ese momento no sentí nada. Cuando desperté al otro día, sin embargo, sentí la lengua atada al paladar y ubiqué tan sólo un lienzo en blanco donde la noche antes habían estado mis labios. Me robó la sonrisa. Me robó las palabras. Hizo todo lo posible por asegurarse que necesitase verlo de nuevo.